Una de las pinturas inmortalizó a los integrantes originales del grupo musical Los Prisioneros.
González, Narea y Tapia quedaron inmortalizados en las calles de San Miguel. La formación original del grupo musical Los Prisioneros sirvió de inspiración para el primer mural del proyecto Museo a cielo abierto de San Miguel. Se trata de una veintena de murales, de más de ocho metros de alto, pintados a lo largo de la Avenida Departamental, a unas cuadras de la Autopista Central.
La iniciativa comenzó con la obra en honor a los músicos sanmiguelinos para ganar la confianza de los vecinos, quienes debían prestar las paredes ciegas -sin ventanas- de sus edificios para convertirlas en una galería de arte en la vía pública.
Después de la banda chilena, llegaron a los muros personajes populares del barrio, como el feriante “Pajarito”, la mitología chilota, íconos indígenas y un niño inspirado en Luchín, protagonista de una de las can- ciones más populares de Víctor Jara.
El museo al aire libre comenzó a germinar en 2009, luego de una conversación entre los dirigentes vecinales Roberto Hernández y David Villarroel, para celebrar los 50 años de existencia de la población que se llama igual que la comuna, San Miguel.
Tres años después, y para guardar un testimonio de esta obra pictórica, uno de sus creadores y miembro de la Brigada Ramona Parra, Alejandro “Mono” González, llamó al diseñador y comunicador gráfico Jorge Soto Veragua para encargarle la tarea de hacer un libro sobre estas obras murales.
El diseñador ya ha creado 18 textos relacionados con la comunicación gráfica y el patrimonio visual local. El libro Museo a cielo abierto en San Miguel tiene 500 ejemplares y es un proyecto financiado por el Fondart del año 2010. Incluye en sus 100 páginas una breve historia ilustrada del muralismo en Chile y una descripción de este proyecto artístico.
También contiene una reseña de la población San Miguel, con 41 blocks de departamentos y unos 6.500 habitantes. El grueso de la obra muestra las 21 paredes- lienzos.
“Fueron creados dos murales más después de la edición de este libro y se espera que lleguen a ser unos 30. Son muchos los artistas que desean ser invitados a participar de forma gratuita, sólo por ser parte de esta obra”, comenta el autor del libro.
Algunos muralistas que participaron en el proyecto fueron el belga Roa, el francés Seth y la chilena radicada en Holanda Kata Núñez.
Según Jorge Soto, un aspecto interesante a considerar en el libro es el hecho de que en este museo abierto se mezclan la técnica del aerosol con la brocha y el pincel.
“Es decir, en el equipo conviven varias generaciones, desde la Brigada Ramona Parra hasta el hip hop”, dice Soto.
Junto con la edición del libro, el proyecto contempla un documental y un sitio web con los murales. Los 500 ejemplares del libro serán distribuidos por el Centro Cultural Mixart (Carlos Edwards 1502, San Miguel), durante el próximo mes de marzo.
Cincuenta años después de su fundación, un barrio periférico era presa del abandono y el acoso de las inmobiliarias. La creación de enormes murales que ya gozan fama mundial no sólo salvó el lugar, sino que contra lo que sucedía antes enorgulleció a los vecinos de vivir allí, gracias al arte de más de 70 artistas de Chile y el mundo.
A fines de 2009, la población San Miguel de la comuna homónima del sur de Santiago –un conjunto de casas y edificios de departamentos que datan de 1960- estaba hundida en el abandono.
El espacio público –las plazas, las veredas- quedaron a merced de los chicos con consumo problemático de drogas. La gente dejó de pintar sus casas. Y las inmobiliarias miraron con cada vez más apetito el lugar, situado cerca del metro Departamental y al lado de la Panamericana, un barrio de seis mil personas que con la construcción de nuevos edificios por medio podían vivir hasta treinta mil.
Fue en ese ambiente, en 2009, que un grupo de vecinos se reunió a conversar el tema. Y después de un buen tiempo quejándose y esperando una ayuda del municipio o el gobierno que nunca llegó, decidió tomar el destino en sus manos.
Y de la mano del arte –el graffiti, el muralismo- lograron literalmente salvar el barrio, nada menos que con la creación del Museo a Cielo Abierto San Miguel, materializado en más de una treintena de murales en sus edificios, muros y kioskos con obras de artistas de Chile y el mundo, que hoy son admirados por visitantes de todos los orígenes.
Hubo obstáculos, claro: la ausencia de organizaciones barriales, primero; la desconfianza de los vecinos ante la iniciativa, luego (muchos rechazaban el muralismo por político), y más adelante los escollos propios de poner en práctica una iniciativa, con desavenencias como las que hubo con la ONG Nodo, uno de los socios iniciales.
Pero resultó. Allí está. Antes la gente evitaba decir que era de la población San Miguel, porque decían que allí se vendía droga. Hoy los vecinos lo dicen con orgullo: “Sí, somos de la población de los murales”. Lo cuenta Roberto Hernández, nacido y criado acá, y uno de los gestores de la iniciativa.
“UN LUNAR”
“Un lunar”: eso era antes la población San Miguel, un barrio humilde en medio de la “Nueva Providencia” que intentó crear la Concertación en los alrededores del metro El Llano, llenando de modernos edificios la comuna.
El barrio nació en 1960, como obra del Servicio de Seguro Social. Allí se instalaron en gran medida trabajadores de Madeco y Mademsa, cuando de Departamental al sur solo había potreros.
Hernández cuenta que la vida comunitaria fue especialmente fuerte hasta la época de la UP, cuando la polarización política también se instaló en el lugar. Tras el Golpe militar, solo se mantuvieron los centros de madres (CEMA) como organizaciones barriales, y algunos clubes deportivos como el Tristán Matta.
La democracia llegó sin pena ni gloria, muchos habitantes se fueron y llegaron nuevos arrendatarios, sin mayor conexión con la historia de la población. Muchos de los fundadores del lugar fallecieron. Eran los años 90. Como en todo Chile, la desidia, el desinterés, la apatía, también se instalaron allí.
Hasta marzo de 2009. Fue entonces cuando Hernández y David Villarroel (su concuñado), junto a un grupo de vecinos, emprendieron un proyecto que en pocos meses cumplirá cinco años. Había que rescatar el barrio. “No podíamos seguir esperando”, recuerda Hernández.”Ya habíamos esperando cincuenta años y lo único que pasó fue que la población estaba cada día más fea y más pobre”.
El punto de partida fueron los muros de los edificios que daban a Departamental, que se habían convertido en lugar de rayados y afiches que se superponían unos sobre otros sin control en una atroz contaminación visual.
Primero quisieron hacer un mural con amigos de Villarroel, un ex brigadista, previa consulta a los vecinos. Después imaginaron uno más grande. Luego se entusiasmaron con llenar las paredes de edificios completos. El proyecto ya estaba en marcha.
UNA HERRAMIENTA
“El arte callejero se convirtió en la herramienta principal, la más creativa y la más eficiente para poder dar la lucha y poder reactivar nuestra población que se estaba muriendo”, dice Hernández. “Queríamos buscar una inmunidad, una burbuja que por un lado nos diera una sobrevida y llamara la atención mediáticamente, pero que también nos permitiera generar lazos” o lograr debatir temas como el impacto del Golpe militar y la dictadura en el barrio, algo que nunca se ha hecho.
“El tema del mural se convirtió en nuestro aliado, en nuestro mejor amigo. Las alianzas, los cariños, las lealtades que se han ido generando” con la visita de cada artista “nos han ido dando una estructura cultural de contactos cada vez mayor”, agrega.
Entre medio hubo que constituir un centro cultural (Mixart) con personalidad jurídica para postular a fondos, que luego se obtuvieron de manera épica en 2010: postularon a última hora, sin que nadie los conociera, y ganaron. “Sin el Consejo de la Cultura y el Fondart no hubiéramos podido hacer nada”, resalta.
Partieron con diez murales gigantes, en los blocks que dan hacia Departamental, como una “vitrina” para poder vender la idea y recolectar fondos, según Hernández. Ya llevan más de treinta, ahora muchos de ellos ubicados en el interior de la población, “donde fluye nuestra sangre”, según agrega. Murales que, entre otros, han logrado que vecinos que no habían pintado su muro en cincuenta años ahora lo hagan, sin que nadie se lo pida, en un verdadero efecto “bola de nieve”.
ENCUENTRO GENERACIONAL
“La experiencia del Museo es interesante porque hemos unidos el muralismo con el graffiti, que antes estaban separados”, destaca el renombrado muralista Alejandro “Mono” González, curador y director de arte de la entidad, en referencia al origen “comunista o rojo” del primero y “yanqui” del segundo.
Para González, el Museo ha servido así como puente generacional entre artistas como él, miembro fundador de la Brigada Ramona Parra, y los más nuevos como Salazart, un graffitero vecino del barrio y autor del primer mural, que retrata a Los Prisioneros, la emblemática banda de San Miguel.
Asimismo, el graffiti, que antes llegaba desde afuera, ahora hace el camino inverso: muchos artistas chilenos están saliendo al exterior para crear en otros países latinoamericanos o de Europa, según cuenta González.
El impacto no se queda allí. González cuenta que hay conversaciones con el Metro para realizar un mural en la estación de Departamental (están en busca de financiamiento), de forma que para los visitantes la entrada al Museo esté allí mismo, como inicio de un fantástico “circuito turístico y cultural”. “El valor agregado acá es cómo se ha revalorizado la población”, dice.
“Nunca pensamos hasta dónde íbamos a llegar”, comenta Patricio Albornoz, otro de los que estuvo en el proyecto desde el principio, y que destaca el valor que alcanzó el contacto con los vecinos y sus opiniones en los bocetos. “Eso hizo que se empoderaran más del espacio. Ahora la gente quiere que le pinten más”.
Otra cosa importante que destaca es que el Museo funciona ahora como verdadera galería de los muralistas y graffiteros de Chile, “muchos de los cuales ya levan más de veinte años pintando en la calle”. Además se ha convertido en un referente positivo tal que su ejemplo comienza a ser replicado en otros lugares de Santiago, como en el Museo a Cielo Abierto en La Pincoya y otro proyecto en San Bernardo.
En San Miguel, la intervención en más de 3.500 metros cuadrados de más de 70 artistas –no solo artistas nacionales, sino también de países como Brasil, Argentina, Colombia, Francia y Bélgica, entre otros- no solo dio origen a un centro cultural, sino también a un sitio web, un calendario, dos recitales históricos (Sol y Lluvia, por un lado, y Chico Trujillo, en medio de un legendario apagón), un libro y un documental (y un premio nacional del Minvu).
“La población se salvó, y ni siquiera hemos terminado el trabajo”, concluye Hernández, que sueña con convertir una fábrica abandonada en Departamental en sede de Mixart y con recuperar otros espacios del barrio como los minianfiteatros.
“Hace cinco años no había interés en nada y ahora hay una necesidad que raya en la urgencia en algunos vecinos para que se les haga algo. Pintamos una sede y se nos acercan de otra para preguntar por qué a ellos no. Te piden. Te exigen…”